jueves, 25 de abril de 2013

El piano

Tras la muerte de mi madre, era imperioso que retomara contacto con mi padre. Ellos se habían separado hace muchos años y yo no lo veía desde entonces.  Si bien en un primer momento yo tenía motivos para no querer vivir con él, una vez entrado en mi adultez, esos problemas ya eran parte de un pasado casi borroso.  Me preguntaba cómo se vería él ahora, lo que yo recordaba fácilmente era el color azul casi vibrante de sus ojos, las arrugas de expresión y los pocos cabellos blancos que adornaban su barba y su pelo. También recordaba el amor y la pasión obsesiva que tenía por el sonido del piano; todas las mañanas empezaba su día escuchando melodías de piano, desde que se despertaba hasta que se iba a trabajar.  
Esa misma pasión por el instrumento fue lo que lo llevó a obligarme durante 10 largos años de mi niñez a practicar piano sin descanso, ignorando voluntariamente mi aberración por éste mismo, y haciendo la vista gorda a mi dificultad para coordinar ambas manos. Era tal su obsesión, y su deseo de que yo fuese el mejor concertista de piano, que todas las tardes me hacía sentarme frente al piano que había heredado de su tía, y me hacía practicar sin descanso hasta que me salga bien.  Al llegar a los 15 años, luego de que mis padres se separaran, me negué a seguir con su locura. Yo no había nacido para ser concertista de piano, ni mucho menos, había repetido varias veces en el colegio primario y secundario por culpa de su insistencia, y las peleas por esto se volvían intensas con cada día que pasaba, hasta que con mi madre decidimos abandonar esa casa de locos para siempre. Desde aquél día, no volví a tocar una sola tecla, ni había vuelto a ver a mi padre. Pero pasaron los años, y con casi 40 años de edad, me sentía listo para perdonarlo por aquella insoportable pasión de él.
Un domingo de septiembre, tres días después de la muerte de mamá, tomé un colectivo hasta nuestra antigua casa. Sabía que no se había vendido nunca porque mi padre era muy apegado a esa casa, se había criado ahí y nunca se había mudado. Tenía la esperanza de que ese aspecto de su personalidad no haya cambiado. Toqué el timbre. Nadie atendió. Intenté nuevamente, sin conseguir respuestas. Recordé entonces que, sin ningún motivo en particular, había conservado la llave, y que esa mañana había decidido guardarla en mi mochila. Coloqué la llave en la cerradura, y entré.  La casa parecía inhabitada. Una gruesa capa de polvo cubría los muebles y el piso, las ventanas estaban marcadas por la lluvia y el piso crujía con cada paso que yo daba. Sin embargo, las luces estaban encendidas, y pronto pude ver a mi padre, sentado en el sillón de la sala de estar.
Descubrí que el azul de sus ojos se veía un tanto apagado, las arrugas de expresión se encontraban levemente más marcadas, y lo blanco de su pelo, levemente menos brillante. Al verme, su expresión era de sorpresa. Al parecer no tuvo problemas en reconocerme, automáticamente se incorporó y me abrazó, con cierta debilidad. Luego del abrazo, le mencioné que mi madre, su ex esposa, había muerto de un infarto hacía ya tres días. Él contestó únicamente bajando la mirada en un gesto de tristeza, cosa que me desorientó, traté de recordar el sonido de su voz, pero eso estaba ya muy lejos en mi memoria. 
Las horas que siguieron fueron largas. Yo estaba contando a mi padre todo lo que recordaba desde el momento que nos separamos, el me escuchaba atentamente, sin emitir ningún sonido. Nunca fue un hombre de muchas palabras, pero su silencio me intrigaba. Poco a poco me iba quedando sin cosas para contarle, hasta que en un momento nos inundó el silencio. Antes que pudiera preguntarle nada, se incorporó, y me invitó con un gesto a que haga lo mismo. Tomó mi mano y me arrastró hasta un mueble que yo reconocía, a pesar de la capa de mugre que lo invadía.
Era mi viejo piano. Estaba intacto, exactamente como lo había dejado hacía casi 25 años. Miré a mi padre y comprendí en su mirada que quería que tocara, que lo vuelva a intentar. Me senté en el asiento asignado al instrumento, y lentamente acerqué mis temblorosas manos a las sucias teclas. Mis dedos comenzaron a fluir con temor y a entonar una melodía que recordaba vagamente. Pronto me pregunté por qué era que odiaba tanto ese instrumento. Continué tocando, sentía la aprobación de mi padre, cosa que nunca había conseguido de chico. La melodía comenzaba a tomar mayor dificultad y estaba comenzando a olvidarla, hasta que inevitablemente fallé en un acorde. Sonó tan horrorosamente errado, que hasta mis dientes chirriaron ante el error.
De pronto, el sonido de un golpe retumbó en toda la casa, y mis dedos sintieron la presión de la tapa del piano caer encima de ellos con una brutalidad arbitraria, al mismo tiempo que la mirada de mi padre se tornaba violenta. Recordé entonces que el castigo por errar las notas, no había sido únicamente continuar tocando hasta conseguir la perfección, sino también que mi padre acostumbraba a cerrar la tapa del piano en mis dedos, cada vez que fallaba, le fallaba.
Me dispuse a enfrentarlo, y a insultarlo, a decirle que esa iba a ser la última vez que iba a visitarlo, pero cuando levanté la vista para enfrentar su rostro, él ya no estaba. Mi mano derecha estaba sobre la tapa, ejerciendo presión, lastimando mi mano izquierda. Rápidamente, y un tanto confundido, me liberé y me dispuse a encontrarlo. Recorrí todos los rincones de la casa, llenando mis manos y mi cuerpo de polvo y suciedad. Pero fue en vano, la casa estaba vacía nuevamente. Abandoné la casa y me dirigí a mi departamento. Dispuesto a tomar una siesta, me recosté en el sillón. Mis ojos tropezaron con un pilón de cartas pendientes por abrir y, acto seguido, comencé a revisarlo. Deseché sin leer todas aquellas cartas que a simple vista parecían ser publicidades, revistas del cable, o facturas ya pagas. Había un par de infracciones de tránsito que revisaría luego, y una carta del cementerio de chacarita. Me sorprendió esa carta, ya que ese día era domingo y mi madre había muerto 3 días antes. Sin pensarlo dos veces, abrí el sobre, esperando que sea un mensaje de condolencias y comencé a leer.
Estimada Familia Gutierrez: Se nos ha informado que hoy, 24 de Agosto de 1987, se conmemoran los primeros cinco años de la inhumación de Luis Alberto Gutierrez. Tememos informarle que el contrato con el cementerio indica que durante éstos…
 Y no pude continuar leyendo. Yo había cerrado la tapa de ese piano en mis manos esa misma tarde, porque mi papá había muerto hacía casi 25 años. 

viernes, 12 de abril de 2013

El monstruo que vivía debajo de la cama

Me despierto agitado. Son las 4 de la mañana. No hay más que puro silencio en toda la casa, sin contar mis respiraciones, sin contar el palpitar acelerado de mi corazón.  Como todas las noches me dirijo rápidamente hacia el mueble que está al costado del baño. Tembloroso e intranquilo reviso entre las cajas, con movimientos desesperados; se caen los perfumes, y un par de cosas más, y en mi intento por levantarlos golpeo mi espalda contra la puerta del mueble y me desplomo en el piso, asustado. Entro en pánico, me agarro la cara. Intento respirar. Intento mantenerme tranquilo. Me incorporo, y vuelvo a revisar las cajas, aún tembloroso, pero ésta vez de manera más pausada.  Finalmente encuentro lo que estoy buscando. Saco un nuevo comprimido de clonazepam, el segundo de la noche. Yo le dije es todo lo que pasa por mi cabeza. Yo le dije. Quince años de tratamiento, y yo desde el principio sabía que no iba a funcionar.
Al momento de intentar conciliar nuevamente el sueño, me acomodo torpemente en la cama de mi solitario departamento en el barrio de Boedo.  Me mantengo rígido y alerta ante un nuevo ataque de la criatura. Con el correr de los minutos, el cansancio comienza a ganar terreno en mi cuerpo, mis ojos se cierran, mis sentidos ya no están tan alertas y ya no puedo mantener esa rigidez. Es entonces cuando el monstruo que vive debajo de mi cama comienza a apoderarse de mi cuerpo y mi alma.  Este monstruo es invisible, pero yo puedo percibirlo. Puedo percibir como sus garras me empujan hacia abajo, me aplastan en mi colchón, me inmovilizan y no me dejan respirar. Puedo percibir como me acercan hacia el fondo de mi cama, hacia sus filosos dientes, y siento como desde abajo me inunda con su aliento, con puras intenciones de devorarme.
De un sacudón logro incorporarme nuevamente, y el monstruo, o la sensación de su presencia, desaparece. Inundado por el terror, la desesperanza y la impaciencia, mi sentido crítico se ve afectado nuevamente, y caigo en un ataque de furia. Arrojo mis rodillas hacia el suelo, haciendo que retumben en un golpe seco que recorre todos los huesos de mi anciano cuerpo. Mis manos alcanzan la cueva de aquella criatura que me devora todas las noches, quitando todo objeto que allí se encuentra, inundando la habitación de polvo. Caja por caja, bolsa por bolsa, mi adrenalina aumenta, se incendian lugares escondidos dentro de mi cuerpo que no puedo identificar como parte de él, se retuercen mis entrañas, y la sangre espesa recorre mis venas cual serpiente atacando a su presa.
Entonces lo oigo. Un leve tintineo, fugaz, pero desconcertante. Observo debajo de la cama y extiendo mi mano hasta alcanzar una pequeña pieza metálica. La tomo entre mis dedos y la observo fijamente. Es una pieza muy bella, de unos tres centímetros, con una flor roja en el centro, las palabras “The loyal regiment” grabadas debajo y una diminuta corona dorada. Yo sé exactamente cómo fue que esa bella insignia llegó ahí. Finalmente comprendo todo. El monstruo que me torturó por incontables noches durante muchísimos años de mi vida, fue la culpa de haber matado a un soldado inglés en la guerra de Malvinas.