martes, 20 de agosto de 2013

La denuncia

No fue mi culpa. Nada de esto fue mi culpa. Esa mujer que está ahí sentada me quiere hacer ver como una loca de remate. Sí, vos Claudia... ¡¿Cómo podes decir eso caradura?!...

Sí, disculpe oficial. Bueno, como decía. Ella fue la que se enfureció y me gritó sin escrúpulos hace unas horas. Subió, tocó el timbre a eso de las 5:45 de la tarde, me devolvió el teléfono destruido en una bolsa y me gritó una sarta de barbaridades que no quiero ni recordar; más vale que le propiné una cachetada que no se olvida más.

Si, si, el teléfono. No, ella no fue la que lo rompió. Bueno, la verdad no sé si lo habrá destruido más de lo que estaba. Esta mina está loca.

¡Callate, colorada infeliz! Si vos sos la razón por la cual estamos acá. Si yo tiré el infernal aparatito por la ventana fue por culpa tuya, y me encanta que haya caído en tu balcón y haya roto tu ventana. ¿Ah, no? Vos decís que no tenes nada que ver, ay no, disculpame, me confundí...

¡Andá! Desde que me mudé acá que me sonaba ese teléfono del demonio todos los días y siempre colgaban. 452 llamados en un año. ¿Encima tenes el descaro de decir que no sos vos?

No oficial, tengo pruebas. Sí, perdón. Los primeros cinco meses llamaban todos los días a las 05:37 horas exactamente, yo llegaba del trabajo a casa, me lavaba las manos, miraba la hora y sonaba el teléfono. No había falla. Siempre era igual. Claro que no sabía en ese entonces quién podía ser. Exactamente, pero ahora se.

Mirá desde que te crucé en el ascensor se que fuiste vos. Me miraste a sabiendas que estaba llegando tarde, ya eran las 05:35 y vos estabas entrando a tu casa. Sólo ese día me llamaste a las 05:39, para que tenga tiempo de entrar a casa. ¿¡Cómo no vas a ser vos?! ¡Es obvio!... Llegas todos los días a las 05:35, me llamas y seguís con tu día, mientras a mi me dejabas con la cabeza atontada y aturdida por ese teléfono de mierda, que además hace un sonido horriblemente estruendoso. Algunos fines de semana llegaste a llamarme dos veces. Nunca jamás respondiste a mis "hola", a mis quejas, ni amis incontables insultos. Siempre te quedaste escuchando y disfrutando ver como me volvía loca cada día.

Sí oficial. Yo fui la que le tiró el teléfono, yo fui la que le pegó en cuanto se animó a venir a quejarse. Pero ¿sabe qué? Ella se lo merece.

miércoles, 24 de julio de 2013

La Marcelina

Marcelina apoyó la botella de cerveza en el piso, volcando un poco en la alfombra. Se incorporó torpemente en la cama y observó las paredes del motel. Eran feas, sucias, desquebrajadas y verdes las paredes del lugar, las cuales ella observaba con detenimiento y gran dificultad. Se levantó y trató de concentrar sus ojos. Observó la diminuta habitación, típica de un motel barato al costado de una ruta, y encontró en el otro costado de la cama, junto con colillas de cigarrillos, botellas de cerveza y papeles, a un hombre calvo, gordo, probablemente casado y con mucha plata. Lo miró tratando de recordar que tanto habían hecho la noche anterior, no porque genuinamente le importara, sino más bien por curiosidad morbosa.  
Fue al baño y se miró al espejo, que le devolvía una imagen deprimente de una joven de unos 20 años, con los ojos rojos y labios paspados. Acomodó su cabello negro sin ganas, desempolvó su nariz, y quitó su delineador corrido con los blancos y temblorosos dedos de sus manos. Siguió observándose fijamente, con los músculos tensos y la respiración pesada. Repentinamente, su rostro se transformó, para terminar emanando un grito desde las profundidades de sus pulmones y golpeando el espejo con una fuerza suficiente como para que éste colapsara en sus manos. Luego de frenar la hemorragia, Marcelina abandonó la habitación, abandonando también al hombre que seguía tirado en la cama. 
Se sentó en la puerta del lugar y prendió un cigarrillo. Con cada pitada que daba, inhalaba recuerdos y exhalaba rendición, y el humo no era más que una dosis alta de cruda realidad. Cerraba los ojos y ya estaba nuevamente con quien le había prometido su libertad, su amor incondicional y un futuro fuera de ese pueblo del infierno. Abría los ojos y el viento arrastraba basura mientras ella lo observaba sentada en el piso de un motel, descubriendo una vez más, que los sueños son la peor mentira de la historia. 
Un auto negro estacionó cerca de dónde estaba ella y un hombre bajó de el. Marcelina lo reconoció. Era aquel hombre denso, que quería meterle las mismas mentiras que su amado le había metido en su momento. A Marcelina le causaba repulsión el asunto. Le molestaba que ese hombre no entendiera que para acostarse con esta mujer, no era necesario tanto bla bla. 
"¿Qué querés?" Le dijo Marcelina sin dirigirle la mirada.
"Quiero que vengas conmigo."
"¿Que? ¿Finalmente te decidiste a acostarte conmigo? ¿O querés empezar a hablarme de porqué mi vida es una mierda?" Inquirió ella mirándolo fijamente y llevándose el cigarrillo a la boca. Él no respondió. Ella soltó una risa y continuó mirando el cielo. Hubo una pausa.
"Marcelina, quiero que vengas conmigo."
"Vas a tener sexo conmigo. ¿Si, o no?"
"Si de esa forma puedo estar con vos, entonces sí."
Se subieron al auto. Marcelina llevaba un par de latas de cerveza, paquetes de cigarrios con bolsitas con cocaína en su cartera, y una petaca de tequila escondida en su corpiño. Comenzó a tomar y a aspirar desde el momento en el que subió al auto, esperando que el hombre se espantara de sus hábitos. Le sorprendió que no dijera nada y que no haya querido protegerla. Tal vez finalmente había entendido quien era ella. Al rato Marcelina calló en un sueño, consumida por las drogas y el alcohol. Despertó unas cuantas horas después, viendo que ya era de día. El auto estaba estacionado, y el hombre no estaba en el interior del auto. Descubrió que ella estaba usando un tapado de hombre como manta. Salió del auto y se colocó el tapado, hacía frío. Trató de descubrir dónde estaba, la ruta estaba a un costado, y había una estación de servicio a unos pasos de ahí. 
"Buen día" dijo la voz del hombre que la había traído hasta ahí.
"¿Dónde estoy?"
"Estamos de camino a la frontera. En unas horas más llegamos a la ciudad."
"¿¡Vos estás loco!?" Gritó Marcelina.
"¡Llevame a mi casa! ¿Quien te dio derecho a sacarme de mi pueblo?!"
"Vos misma lo decís siempre, estás atrapada ahí. Yo te dije que te iba a sacar de ese lugar. Juntos nos ibamos a ir."
"Y yo te dije que no me interesa. Esta es la que soy ahora, esto es lo que me merezco ser por creer en un hombre. me trajiste acá engañada, porque no podes aceptar que no quiero ser lo que toda mujer desea, ser amada. No me interesa el amor, en el amor solo existe el sexo, lo demás es mentira."
"Marcelina, te estoy dando la posibilidad de que seas quien quieras ser. Ahí en ese pueblo ya no podes elegir ser otra. Acá sos libre, y podes ser libre conmigo si querés serlo."
"No te metas más" dijo ella y se agarró la cara. "Llevame de vuelta."
El la observó con tristeza. 
"¿Sabes que? ¿Querés volver? Volvé. La ruta es esa. El día que quieras volver a escapar no vas a poder."Marcelina lo miró con asco. 
"Ojalá te pudras en el infierno" le dijo con una mirado tan fría que congelaba. Se dio media vuelta y se fue. 

miércoles, 19 de junio de 2013

Sonrisa desconocida

Es increíble lo que genera una sonrisa desconocida.
Desconocida porque no se conoce la causa, pero se sabe que es genuina.
Desconocida porque no se conoce a la persona que la trasmite.
Desconocida porque nunca se había visto, y probablemente nunca se vuelva a ver.
Desconocida porque nos alegra en el instante y no sabemos bien porqué.
Desconocida porque probablemente no volvamos a recordarla.

Pero podemos conocer lo que esta sonrisa nos genera cuando la descubrimos.
Vemos en ella nuestra felicidad de tiempos anteriores.
Vemos en las comisuras de esa sonrisa ajena, lo amplio de nuestras emociones.
Vemos un brillo en los ojos, semejante a un cielo estrellado.
Vemos una voz que habla desde adentro, y abre a su vez, nuestros interiores.
Vemos la pureza de lo hermoso, de ver a otra persona feliz.

jueves, 23 de mayo de 2013

La escultura


La idea golpeó mi mente como un rayo.  Faltaban sólo tres meses.  Estaba en el taller, trabajando para una empresa poco representativa de mi arte, insultando mi creatividad. Apresuré los trazos del cuadro para poder comenzar con el proyecto.  La idea comenzaba a ganar terreno en mi mente y pronto tuve que abandonar el cuadro en el que estaba trabajando. En un cuaderno de bocetos, dibujé la futura obra con trazos de carbón, completamente acelerados, desesperados por salir de mi mente y plasmarse en algún lugar. La figura obtenida fue la de la mujer más hermosa que en mi vida haya visto, que daba la casualidad, la conocía hace más de 13 años. El pequeño boceto se conformaba de la mirada más intensa que alguna persona haya podido recibir, y el cuerpo más elegantemente perfecto, que ninguna cámara haya podido capturar.
No iba quedarme con el boceto, imaginaba plasmar semejante perfección en enormes lienzos. Ese día conseguí conectarme con una empresa de materiales de construcción para que me entregaran los 47 kilos de mármol.
Sonó el teléfono. “Perdón, estoy muy atareado con un proyecto nuevo en el taller. ¿Hablamos mañana?”  Entonces aparté todos los estorbos, para que al día siguiente, cuando llegara el camión, comenzaría enseguida. Mi adrenalina no me dio lugar al descanso, y al llegar el camión, comencé de inmediato, quitando los excesos de mármol, moldeando a la más bella mujer.  Pasaban los días, el teléfono sonaba, pero no podía detenerme, era imperioso que lo terminara antes del 12 de Septiembre. “Perdón,  no tengo tiempo, pero te juro que te lo voy a compensar” decía antes de colgar.
A los 2 meses la figura estaba casi perfectamente real. El roce del mármol imitaba el de su piel suave como el viento, sus ojos penetraban mi alma con su brillo y su humanidad. Faltaba escribir la historia en sus delicados dedos y plasmar mi amor en su delicada postura de cristal. El teléfono seguía vibrando. Mis manos se movían con rapidez puliendo a la mujer de mis sueños, mientras el abuso de café empezaba a alterar mis sentidos. Tan solo quedaba una semana. Ella estaba casi terminada, solo faltaba un detalle.
Salí a la calle, mis ojos ardieron y el sol en mi rostro me recordó la cantidad de noches que había pasado en el taller. El teléfono volvió a sonar. Esta vez contesté, pero me fue difícil entender lo que pasaba del otro lado del auricular.
Regresé al taller con el último detalle. Coloqué el anillo en el anular de la estatua de mármol y cubrí la figura, esperando que llegue el ansiado 12 de Septiembre. Faltaban sólo 3 días.  Entonces, luego de obtener finalmente una noche de sueño, agarré el celular y digité el número, su número, ignorando las incontables llamadas perdidas.
“Hola?” Contestó una voz perpleja del otro lado. “Marcos, ¿Por qué me llamaste?”
“Hola” Dije temblorosamente. “Perdón, sé que desaparecí este último tiempo, pero tengo un hermoso plan para mañana.”
“No Marcos, entiendo que tu trabajo en el taller es importante. Pero 3 meses sin saber nada de vos, simplemente no puedo tolerarlo.”
Pero nuestro aniversario. Pensé, pero no pude expresarlo en palabras. “Chau Marcos.” Se escuchó justo antes de que colgaran del otro lado.
Entonces descubrí la figura con el anillo de bodas, y me perdí en la mirada de mi ex futura esposa. 

jueves, 25 de abril de 2013

El piano

Tras la muerte de mi madre, era imperioso que retomara contacto con mi padre. Ellos se habían separado hace muchos años y yo no lo veía desde entonces.  Si bien en un primer momento yo tenía motivos para no querer vivir con él, una vez entrado en mi adultez, esos problemas ya eran parte de un pasado casi borroso.  Me preguntaba cómo se vería él ahora, lo que yo recordaba fácilmente era el color azul casi vibrante de sus ojos, las arrugas de expresión y los pocos cabellos blancos que adornaban su barba y su pelo. También recordaba el amor y la pasión obsesiva que tenía por el sonido del piano; todas las mañanas empezaba su día escuchando melodías de piano, desde que se despertaba hasta que se iba a trabajar.  
Esa misma pasión por el instrumento fue lo que lo llevó a obligarme durante 10 largos años de mi niñez a practicar piano sin descanso, ignorando voluntariamente mi aberración por éste mismo, y haciendo la vista gorda a mi dificultad para coordinar ambas manos. Era tal su obsesión, y su deseo de que yo fuese el mejor concertista de piano, que todas las tardes me hacía sentarme frente al piano que había heredado de su tía, y me hacía practicar sin descanso hasta que me salga bien.  Al llegar a los 15 años, luego de que mis padres se separaran, me negué a seguir con su locura. Yo no había nacido para ser concertista de piano, ni mucho menos, había repetido varias veces en el colegio primario y secundario por culpa de su insistencia, y las peleas por esto se volvían intensas con cada día que pasaba, hasta que con mi madre decidimos abandonar esa casa de locos para siempre. Desde aquél día, no volví a tocar una sola tecla, ni había vuelto a ver a mi padre. Pero pasaron los años, y con casi 40 años de edad, me sentía listo para perdonarlo por aquella insoportable pasión de él.
Un domingo de septiembre, tres días después de la muerte de mamá, tomé un colectivo hasta nuestra antigua casa. Sabía que no se había vendido nunca porque mi padre era muy apegado a esa casa, se había criado ahí y nunca se había mudado. Tenía la esperanza de que ese aspecto de su personalidad no haya cambiado. Toqué el timbre. Nadie atendió. Intenté nuevamente, sin conseguir respuestas. Recordé entonces que, sin ningún motivo en particular, había conservado la llave, y que esa mañana había decidido guardarla en mi mochila. Coloqué la llave en la cerradura, y entré.  La casa parecía inhabitada. Una gruesa capa de polvo cubría los muebles y el piso, las ventanas estaban marcadas por la lluvia y el piso crujía con cada paso que yo daba. Sin embargo, las luces estaban encendidas, y pronto pude ver a mi padre, sentado en el sillón de la sala de estar.
Descubrí que el azul de sus ojos se veía un tanto apagado, las arrugas de expresión se encontraban levemente más marcadas, y lo blanco de su pelo, levemente menos brillante. Al verme, su expresión era de sorpresa. Al parecer no tuvo problemas en reconocerme, automáticamente se incorporó y me abrazó, con cierta debilidad. Luego del abrazo, le mencioné que mi madre, su ex esposa, había muerto de un infarto hacía ya tres días. Él contestó únicamente bajando la mirada en un gesto de tristeza, cosa que me desorientó, traté de recordar el sonido de su voz, pero eso estaba ya muy lejos en mi memoria. 
Las horas que siguieron fueron largas. Yo estaba contando a mi padre todo lo que recordaba desde el momento que nos separamos, el me escuchaba atentamente, sin emitir ningún sonido. Nunca fue un hombre de muchas palabras, pero su silencio me intrigaba. Poco a poco me iba quedando sin cosas para contarle, hasta que en un momento nos inundó el silencio. Antes que pudiera preguntarle nada, se incorporó, y me invitó con un gesto a que haga lo mismo. Tomó mi mano y me arrastró hasta un mueble que yo reconocía, a pesar de la capa de mugre que lo invadía.
Era mi viejo piano. Estaba intacto, exactamente como lo había dejado hacía casi 25 años. Miré a mi padre y comprendí en su mirada que quería que tocara, que lo vuelva a intentar. Me senté en el asiento asignado al instrumento, y lentamente acerqué mis temblorosas manos a las sucias teclas. Mis dedos comenzaron a fluir con temor y a entonar una melodía que recordaba vagamente. Pronto me pregunté por qué era que odiaba tanto ese instrumento. Continué tocando, sentía la aprobación de mi padre, cosa que nunca había conseguido de chico. La melodía comenzaba a tomar mayor dificultad y estaba comenzando a olvidarla, hasta que inevitablemente fallé en un acorde. Sonó tan horrorosamente errado, que hasta mis dientes chirriaron ante el error.
De pronto, el sonido de un golpe retumbó en toda la casa, y mis dedos sintieron la presión de la tapa del piano caer encima de ellos con una brutalidad arbitraria, al mismo tiempo que la mirada de mi padre se tornaba violenta. Recordé entonces que el castigo por errar las notas, no había sido únicamente continuar tocando hasta conseguir la perfección, sino también que mi padre acostumbraba a cerrar la tapa del piano en mis dedos, cada vez que fallaba, le fallaba.
Me dispuse a enfrentarlo, y a insultarlo, a decirle que esa iba a ser la última vez que iba a visitarlo, pero cuando levanté la vista para enfrentar su rostro, él ya no estaba. Mi mano derecha estaba sobre la tapa, ejerciendo presión, lastimando mi mano izquierda. Rápidamente, y un tanto confundido, me liberé y me dispuse a encontrarlo. Recorrí todos los rincones de la casa, llenando mis manos y mi cuerpo de polvo y suciedad. Pero fue en vano, la casa estaba vacía nuevamente. Abandoné la casa y me dirigí a mi departamento. Dispuesto a tomar una siesta, me recosté en el sillón. Mis ojos tropezaron con un pilón de cartas pendientes por abrir y, acto seguido, comencé a revisarlo. Deseché sin leer todas aquellas cartas que a simple vista parecían ser publicidades, revistas del cable, o facturas ya pagas. Había un par de infracciones de tránsito que revisaría luego, y una carta del cementerio de chacarita. Me sorprendió esa carta, ya que ese día era domingo y mi madre había muerto 3 días antes. Sin pensarlo dos veces, abrí el sobre, esperando que sea un mensaje de condolencias y comencé a leer.
Estimada Familia Gutierrez: Se nos ha informado que hoy, 24 de Agosto de 1987, se conmemoran los primeros cinco años de la inhumación de Luis Alberto Gutierrez. Tememos informarle que el contrato con el cementerio indica que durante éstos…
 Y no pude continuar leyendo. Yo había cerrado la tapa de ese piano en mis manos esa misma tarde, porque mi papá había muerto hacía casi 25 años. 

viernes, 12 de abril de 2013

El monstruo que vivía debajo de la cama

Me despierto agitado. Son las 4 de la mañana. No hay más que puro silencio en toda la casa, sin contar mis respiraciones, sin contar el palpitar acelerado de mi corazón.  Como todas las noches me dirijo rápidamente hacia el mueble que está al costado del baño. Tembloroso e intranquilo reviso entre las cajas, con movimientos desesperados; se caen los perfumes, y un par de cosas más, y en mi intento por levantarlos golpeo mi espalda contra la puerta del mueble y me desplomo en el piso, asustado. Entro en pánico, me agarro la cara. Intento respirar. Intento mantenerme tranquilo. Me incorporo, y vuelvo a revisar las cajas, aún tembloroso, pero ésta vez de manera más pausada.  Finalmente encuentro lo que estoy buscando. Saco un nuevo comprimido de clonazepam, el segundo de la noche. Yo le dije es todo lo que pasa por mi cabeza. Yo le dije. Quince años de tratamiento, y yo desde el principio sabía que no iba a funcionar.
Al momento de intentar conciliar nuevamente el sueño, me acomodo torpemente en la cama de mi solitario departamento en el barrio de Boedo.  Me mantengo rígido y alerta ante un nuevo ataque de la criatura. Con el correr de los minutos, el cansancio comienza a ganar terreno en mi cuerpo, mis ojos se cierran, mis sentidos ya no están tan alertas y ya no puedo mantener esa rigidez. Es entonces cuando el monstruo que vive debajo de mi cama comienza a apoderarse de mi cuerpo y mi alma.  Este monstruo es invisible, pero yo puedo percibirlo. Puedo percibir como sus garras me empujan hacia abajo, me aplastan en mi colchón, me inmovilizan y no me dejan respirar. Puedo percibir como me acercan hacia el fondo de mi cama, hacia sus filosos dientes, y siento como desde abajo me inunda con su aliento, con puras intenciones de devorarme.
De un sacudón logro incorporarme nuevamente, y el monstruo, o la sensación de su presencia, desaparece. Inundado por el terror, la desesperanza y la impaciencia, mi sentido crítico se ve afectado nuevamente, y caigo en un ataque de furia. Arrojo mis rodillas hacia el suelo, haciendo que retumben en un golpe seco que recorre todos los huesos de mi anciano cuerpo. Mis manos alcanzan la cueva de aquella criatura que me devora todas las noches, quitando todo objeto que allí se encuentra, inundando la habitación de polvo. Caja por caja, bolsa por bolsa, mi adrenalina aumenta, se incendian lugares escondidos dentro de mi cuerpo que no puedo identificar como parte de él, se retuercen mis entrañas, y la sangre espesa recorre mis venas cual serpiente atacando a su presa.
Entonces lo oigo. Un leve tintineo, fugaz, pero desconcertante. Observo debajo de la cama y extiendo mi mano hasta alcanzar una pequeña pieza metálica. La tomo entre mis dedos y la observo fijamente. Es una pieza muy bella, de unos tres centímetros, con una flor roja en el centro, las palabras “The loyal regiment” grabadas debajo y una diminuta corona dorada. Yo sé exactamente cómo fue que esa bella insignia llegó ahí. Finalmente comprendo todo. El monstruo que me torturó por incontables noches durante muchísimos años de mi vida, fue la culpa de haber matado a un soldado inglés en la guerra de Malvinas. 

martes, 29 de enero de 2013

Ventana de chat

< hola. >
Mmm nonono
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< che... >
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< Me llegó un romor, de que no me queres ver ni en figurita, que no se si pensas que soy mala persona o algo. Me gustaría aclarar que nada que ver, nunca quise joderte, nada mas era una pendeja tarada. Ahora soy una pendeja no-tan-tarada. Nada eso... >
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< Hola, tanto tiempo. Todo bien? >
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Aaaaah, no se que hacer. 
< Hola, disculpá que te joda, solo quería decirte que te extraño como mi amigo, a pesar de todo lo que te hice pasar. >
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Mierda.... Mierda que es difícil. 
< Hola, te hablaba para pedirte perdón por todas, onda... no se ni que decir ni que pensas al respecto. > ¿Al respecto de qué?
<< borrar >>
< Che... no se... >
<< borrar >> FUUUUUCK!
< Perdón por molestar pero, necesitaba saber si realmente me odiabas como se rumorea. Y si es así, no se, hacerte saber que nunca quise ser forra con vos, ni mucho menos. Disculparme porque me dejé llevar por mi mente en su momento. Y no se, quiero arreglar las cosas. > Soy una estúpida.
<< borrar >> Uff... 
< ...Hola. > ¿Porqué mierda hago esto? < Mirá la verdad no se porqué estoy haciendo esto, solo quiero volver a hablar con vos, se siente raro no poder hacerlo. ¿Como estás? > No, no me animo. 
<< borrar >> << cerrar ventana >>