viernes, 9 de marzo de 2018

Referencias del calendario

Algún día vas a sentir que es más importante ponerte por encima de todo. Sólo que quizás hoy no es ese día.

Algún día no te va a doler el dolor de otro, y eso va a estar bien, porque uno no puede ser la Cruz Roja de por vida. 

Algún día te vas a sentir fuera de vos, como ya lo hiciste mil veces. Pero seguro que esa vez no sea producto del escape, sino de la más grande de las contradicciones, disociación por culpa de la introspección. 

Algún día vas a llorar a quien le tengas que llorar, y no a quien te va a escuchar y nada más. Vas a poder aprender quien vale tus palpitaciones y quien no. 

Algún día vas a pensar las cosas al mismo tiempo que las decís, ni antes ni después, y vas a sentir la liberación de ser no más que en el momento presente. 

Algún día vas a dejar de sentir culpa por lo que no es tu culpa y la culpa va a ser la culpable de hacerte perder toda culpa. Y te vas a arrepentir y a sufrir y patalear y refunfunear. Pero está bien, es lo que te toca por estar loca. 

Algún día vas a aprender a expresar todo antes de explotar, antes de volver a agarrar este blog. 

Y si bien ese día no es hoy, algún día vas a pensar en este texto y decir "hoy si es el dia".

Mientras tanto, si no sale frutos de todo eso, sabé que estamos agradecidos por no llegar a ese día. 

martes, 29 de marzo de 2016

El escondrijo

Este es el escondrijo, un lugar dónde vivimos pequeñas criaturas que fuimos apareciendo hace muchos años, hace muchas palabras atrás. El escondrijo es la ciudad gigante, la inmensa y densa selva de paredes de concreto, en donde sus habitantes viven jugando a esconderse de los muros que levantaron lo que antes se llamaban hombres. No se muy bien que eran los hombres, pero se cree que eran gigantes criaturas que eran capaces de entrar en esos enormes bloques que ocupan todo el escondrijo. Yo no lo entiendo, si eran tan gigantes, ¿porqué las entradas son tan chicas? Si eran tan gigantes, ¿por qué querrían encerrarse en cajas de concreto? Quizás no eran gigantes y usaban estas cosas para verse más altos, quizás se encerraban para que no los encuentren, quizás por eso este lugar se llama escondrijo.
Mi mamá me contó que los hombres eran tan temibles que habían creado polvos para embellecerse y no asustarse entre ellos. También me dijo que algunos hombres odiaban ser temibles y por lo tanto se negaban a hacer cosas temibles, entonces inventaron un montón de actividades que sólo le interesaban a ellos, mientras que dejaban las tareas más temibles a otros. ¡Hasta en el mero hecho de ser hombres eran injustos!
Los hombres se llamaban a sí mismos no por su cualidad de hombre, sino por la actividad que hacían, entonces en lugar de hombres temibles, había cocineros, esos hombres que se encargaban de alimentar a los temibles más temibles; había constructores, los que hacían los gigantes bloques de los que hablé antes; había pintores, que pintaban las caras de los que no querían ser temibles, y había científicos. Supuestamente los científicos eran los hombres que miraban al mundo. ¿Pero acaso los otros hombres no veían? ¿Acaso los cocineros cocinaban con los ojos cerrados y los pintores embellecían con los ojos vendados? ¿No necesitaban los constructores la capacidad de ver que tan grandes eran sus bloques? ¿Será que los científicos no dejaban que los otros hombres abrieran sus ojos, o será que los otros hombres miraban sin mirar y los científicos miraban con ojos distintos? Ésto en el escondrijo no sucede, todas las criaturas miramos por igual, nos sorprendemos por igual y tememos por igual.
Se dice que los hombres, cuando se encontraban unos con otros, no se hablaban ni se tocaban, se alejaban los unos de los otros y sólo se chocaban cuando caminaban en direcciones opuestas. También se dice que cuando dos hombres se agradaban, caminaban en la misma dirección, sin hablarse, sin tocarse, ni chocarse. Pero lo que yo no entiendo es cómo podrían agradarse sin hablarse o sin tocarse, o sabiendo que todos son temibles. Quizás los hombres hablaban sin hablarse, tocaban sin tocarse y no chocaban porque sabían lo temible que era el otro. Quizás al ser todos temibles, ninguno temía del otro o temían tanto que por eso no hablaban.
Pero lo que más me sorprende de los hombres es lo que se dice de aquellos que se agradaban tanto que dejaban de ser cocineros, constructores, pintores o científicos, y pasaban sus vidas caminando tan pegados que bloqueaban las calles para los otros hombres gigantes. Me han contado que éstos dejaban de ser temibles y que podían hablar hablándose, tocarse realmente y acercarse sin miedo a chocarse. Había un momento en el que los hombres no temibles, temían del resto de los hombres y los hombres temibles temían de los no temibles, y entonces, los no temibles, no tenían más remedio que despegarse del suelo bien pegados, y salir hacia el cielo. Los hombres llamaban a esta acción, amor.
Y esa es otra cosa que no entiendo. Nosotros, las criaturas del escondrijo que podemos hablarnos, tocarnos y agradarnos, no sabemos qué es el cielo. Sabemos que el cielo es lo que está allá arriba, mucho más alto que los bloques de cemento, pero lo que no sabemos es de qué está hecho. ¿Será que esas cosas grises que vemos desde abajo son las puertas que le permitían a los hombres levantarse en amor? ¿Serán más paredes de concreto? Cuándo los hombres salían volando, ¿atravesaban esas cosas grises hacia un lugar dónde los hombres ya no eran temibles, o se chocaban con el concreto para luego caer y volver a ser hombres temibles? ¿Será que no todos los hombres podían atravesar las cosas grises?
Quizás eso era lo único que tenían de bueno los hombres, que por más de ser temibles, podían amar flotando hasta el cielo sin temerle a las cosas grises. Quizás incluso los hombres no tenían nada de temibles, sino que temían a todo lo demás incluyendo a otros hombres. Quizás las criaturas del escondrijo tememos a lo único que no debemos temerle, y por más que hablemos hablando, nos toquemos realmente o nos acerquemos sin miedo a chocarnos, nuestro temor a las cosas grises que cubren el cielo, no nos permite caminar pegados, despegarnos del suelo, y amarnos para salir volando.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Anatola

El tren iba lento, como sensible al paisaje. Una curva, otra curva, y otra curva. El camino era tan sinuoso cómo es posible en las sierras. El galopar del tren no dejaba que ella descansara, y como sucede muchas veces cuando se tiene mucho en que pensar, se quedó mirando absorta al paisaje que le adelantaba como sería su vida a partir de ese momento, sinuosa como la ruta. Apoyó su cabeza en la ventana, observando cómo lentamente el sol se escondía entre las verdes colinas y se acercaba al horizonte.
Al llegar el tren a la estación en un pequeño pueblo, solo un par de personas se levantaron de su asiento. Entre ellos estaba la joven, que se fue de la estación sin más equipaje que una pequeña mochila y una campera que llevaba puesta, ocultándose con su capucha. Vestía toda de negro, y caminaba por el pueblo a paso apresurado, con las manos en los bolsillos y la mirada hacia abajo, aunque cada tanto vigilaba sus espaldas. Así atravesó el pueblo sin que nadie se percatara de su presencia. Se encontró con una ruta y se alejó lo suficiente de la población hasta poder encontrar un lugar para pasar la noche. Se instaló bajo unos árboles al pie de una colina, a unos cuantos metros de la ruta, donde no se la podía ver. Abrió una lata de arvejas y se puso a comer, escondida en los árboles. Ella sabía muy bien que pronto necesitaría un refugio, o más comida. Lo poco que tenía ya no le alcanzaba y sabía que tarde o temprano iba a necesitar que alguien la reciba en su casa, al menos unas semanas. No podía seguir viviendo tan descubierta y desprotegida. Podría ir al pueblo por comida y buscar un motel en alguna ciudad cercana. Pero no ahora, había estado mucho tiempo viajando y ya estaba agotada, debía descansar aunque sea una noche.
Pequeñas gotas caían de las copas de los árboles, se sentía una leve brisa y la lluvia sonaba en el fondo del paisaje. Ella que se despertaba sobre el suelo húmedo y rocoso notó que la lluvia era bastante intensa. Sabía que no podía seguir bajo los árboles si iniciaba una tormenta eléctrica y necesitaría un refugio con cierta urgencia. Se levantó, agarró su mochila y empezó a caminar hacia la ruta, dejando que el agua la empape y le quite su calor corporal. No quería ir al pueblo, no quería seguir en contacto con mucha gente. Temía que así fuese más fácil encontrarla. Siguió el curso de la ruta hacia el pueblo, tan mojada que sus ropas dejaban rastros de agua por dónde ella caminaba, con tanto frío que se le hacía difícil seguir caminando. Entonces un auto que pasaba por la ruta se detuvo unos metros más adelante, y un hombre joven se bajó. El primer instinto de la muchacha fue correr, sin embargo no lo hizo.
-¿Necesita ayuda?- gritó el muchacho del auto. Ella solo se quedó observándolo unos instantes. Entre, yo la llevo hasta el pueblo.-
Hacía ya varios meses que la joven había dejado de interactuar con otra gente más que para comprar comida y boletos de tren y avión. Pero ya no le quedaba mucho dinero ni tampoco suficiente comida como para apañárselas sola por mucho tiempo más. ¿Estoy siendo completamente descuidada? Pensaba mientras calentaba sus manos en la calefacción del auto.
-Gracias- dijo con acento. El hombre que la llevaba era alto y algo delgado. Los ojos eran cafés y su pelo enrulado era algo peculiar, parecía crecer en cualquier dirección.
-No hay de qué. Así que no deseo ser entrometido pero, ¿qué hacía en el camino con esta lluvia?
-Buscaba un lugar.- dijo, prestando mucha atención hacia el camino.
-Entiendo. Vale, puedes alojarte en mi casa unos días si tú te sientes cómoda con eso. Generalmente atiendo a muchos viajeros como tú que tienen intenciones de escapar de la ciudad.- Ella lo miró con un gesto vacío, el la observó un segundo y miró nuevamente hacia la ruta. Tú no eres de aquí ¿verdad?
-No.
-Lo supuse, tienes un acento un tanto extraño. ¿Eres nórdica o algo así?- Ella asintió. Al ver la poca interacción que tenía la muchacha, el joven se sintió incómodo. Genial, debe ser lindo por allí. ¿Y su nombre?
-Anatola. Y es polaco.
-Ah claro, eres polaca - Hubo una pausa. Bueno Anatola, eres bienvenida en mi humilde hogar. Estamos por llegar al pueblo, y puedo servirle con algo de ropa seca. Por cierto, mi nombre es Benjamín. 
El pueblo era bastante más grande de lo que imaginaba Anatola, pero era muy pintoresco y no tenía mucha gente visible. Mientras Benjamín conducía por las calles, Anatola miraba por la ventana. Había muchas lindas casas con un estilo neo-gótico y una catedral de dimensiones pequeñas enfrente a una fuente de aguas danzantes. El joven se detuvo frente a una casa que parecía ser muy pequeña en comparación a las que se encontraban alrededor, pero conservaba el estilo pintoresco de todo el lugar.
-Este es mi hogar.- dijo Venga, entra.
- Te lo agradezco, pero me sentiría más cómoda en un hotel. Dijo Anatola frotándose los brazos. Benjamín puso cara de duda.
- ¿En Olías a Rey? Dudo que encuentres alguno. Los hay, pero en temporada baja esto es un desierto. Al ver que Anatola dudaba, dejó de insistir. No quiero obligarle a quedarse ni ser insistente, mi oferta está abierta. Entonces abrió la puerta del auto y se bajó.
Anatola dejó su pequeña y mojada mochila en una mesita que había en la entrada. La casa estaba pobremente iluminada y olía a madera vieja. Observó la decoración del lugar y lo categorizó como "tipico de un joven soltero". Benjamín vio la mochila sobre la mesada con cierto asombro. -¿No es un poco pequeña para andar viajando?- preguntó. Ella continuó observando el lugar. Al ver que ella no contestaba, nuevamente se sintió ignorado y automáticamente cambió de tema. Vale, iré a por algo de ropa seca. -dijo y se metió en una de las habitaciones. Anatola se quedó mirando a través de la ventana, pensando en todo aquello que la atormentaba y la tenía huyendo. Un par de lágrimas se escaparon de sus ojos claros. Se las quitó con rapidez. Llorar no era algo que pudiera permitirse.
-Espero no te ofendas, sólo tengo ropa de hombre - dijo Benjamín saliendo de la habitación en la que estaba. Al percatarse de los ojos de la muchacha frenó sorprendido. Oh, lo siento - dudó unos instantes. Aparentemente no era muy bueno en situaciones de llanto femenino. ¿Necesitas algo?
-No, está bien. Te lo agradezco. dijo con una sonrisa.
- Bueno. Prepararé una sopa caliente para cenar. Concluyó y se dirigió a la cocina. Anatola se metió en el baño con las ropas que le había dejado Benjamín en el sofá. Se miró en el espejo. Hacía mucho que su reflejo lo veía solo en ventanas y vidrieras en diferentes calles de pueblos y ciudades. Ahora, el espejo le devolvía un rostro cansado y unos cuantos años mayor a lo que ella recordaba. Su pelo morocho se encontraba completamente arremolinado y húmedo. Sus ojos claros habían oscurecido desde la última vez que los vio de frente. Apartó su mirada del espejo y se concentró en cambiarse la ropa. Se quitó su abrigo y su empapada remera. Al hacerlo notó lo delgada que estaba, parecía desnutrida y sus brazos se veían muy débiles. Sin pensarlo mucho se puso la remera naranja que le había separado Benjamín. Era lógico que a él ya no le entraba, pero aun así, a Anatola le quedaba bastante grande. Decidió quitarse el calzado y cambiarse las medias. Ya lista, salió del baño y fue al encuentro del joven que la había recibido, con un rostro mucho más cálido y sereno.  Decidió que Benjamín merecía un poco de amabilidad de su parte.
Mas tarde se encontraban cenando y manteniendo una conversación amena y fluída. Benjamín tenía una sonrisa en el rostro ante el logro de poder charlar con esta joven, sin sentirse ignorado. Anatola estaba teniendo algunos problemas para pronunciar correctamente el idioma.
-¿Dónde has aprendido a hablar español? Lo llevas muy bien. preguntó Benjamín luego de que ella le contara un poco de  su origen.
-Estaba un par de meses en Latinoamérica, con una familia que me recibió.-  Trató de explicar ella. Ahí aprendí un poco el idioma. Y este último tiempo aquí en España también ayudó.
-Realmente eres viajera
-Se podría decir. Llevo unos años dando vueltas por el mundo.
-¿Años? Vaya pero eres muy joven. dijo sorprendido.
-Si desde los diecisiete años. Ahora tengo veintiún.
-Sorprendente. dijo Benjamín. - ¿Qué motivo te llevó a abandonar Polonia tan joven? Es hermoso viajar pero me sorprende.
-No solo estoy viajando.- Contestó Anatola. Su rostro ya no estaba tan sonriente. Benjamín notó que había mencionado un tema sensible, lo que incentivaba su curiosidad. Quería saber más de ella, pero sobretodo, quería ayudarla. Parecía ser alguien que estaba con muchos problemas. Entonces la joven comenzó su relato. Cuándo tenía dieciséis años, mi familia necesitaba ayuda. Mi papa tenía muchas deudas y mama estaba esperando un nuevo niño. Trabajé para un hombre, su nombre era Dobromil. Yo limpiaba su casa en las tardes mientras él trabajaba en un diario. A papa no le gustaban las ideas de su diario y no quería que yo trabajara con él. Pero el hombre me trataba muy bien, me gustaba ir a su casa en las tardes, la mayoría del tiempo estaba sola, pero cuando lo veía no me sentía una adolescente ni su empleada. Era algo extraño.  Hasta que un día Dobromil llegó temprano y enojado. Me agarró y me obligó a acostarme con él- Hubo una pausa. Los ojos de Benjamín se abrieron del asombro. Ella suspiró muy lentamente.- Y así fueron todos los días Llegaba, y me obligaba.
Un día quedé embarazada y le conté a mama. Ella me dijo que me cuidaría, pero el problema era mi padre. Era un hombre muy conservador y no aceptaría que su única hija tenga una niña con diecisiete años. El día que nació Nina me la quitó y no pude verla a los ojos ni una sola vez. Nunca supe dónde se la llevó. Los ojos de Anatola estaban llenos de lágrimas. Su voz estaba quebrada y era aún más difícil comprenderla. Benjamín se sentía mal por ella pero no quería interrumpirla.
-Papa quiso vengarse- dijo entre sollozos. Luego de llevarse a Nina, trató de publicar la historia de lo que él había hecho, pero no pudo. Dobromil se enteró. Y por eso estoy huyendo. Anatola rompió finalmente en llanto. Benjamín la observaba sin poder comprender. Quiso contenerla pero no sabía cómo. Jamás había estado frente a una joven que haya atravesado tanto en su vida. Ella no notó el gestó de Benjamín y, ahogada en lágrimas, terminó su historia. Dobromil quiere entregar mi cuerpo muerto a mi papa.- Al oír esto, Benjamín se levantó de su asiento, se arrodilló a su lado y puso su mano en su hombro.
-Vale. Venga, deja de pensar ya en todo eso. Yo puedo echarte un hombro si así lo quieres. Puedes sentirte tranquila aquí. Trató de animarla Benjamín.
-Te agradezco que me recibas aquí. Dijo ella secándose las lágrimas. No suelo confiar mucho en la gente.
-No me lo agradezcas. Ahora, venga. ¿Quieres un café?
En ese momento sonó el timbre de la casa. Benjamín se incorporó y se dirigió hacia la puerta. La lluvia se escuchaba fuerte afuera, por lo que le sorprendió que alguien estuviese ahí. Al abrir la puerta vio a un hombre alto, rubio, con barba y todo mojado por la lluvia. Estaba parado muy erguido y con gesto serio.

-Hola. Mi nombre es Dobromil. Estoy buscando a una joven llamada Anatola.- dijo el hombre rubio de la puerta y sonrió

viernes, 27 de noviembre de 2015

Reinauguración

Después de mucho tiempo, se reinaugura este espacio, con nueva estética, nuevas ideas y nuevas ganas de compartir estas historias infinitas.

Bienvenidos a "La realidad se escapa de mis manos". Un blog de literatura creativa, dónde hay espacio para lo absurdo y lo raro.
Notarás que los cuentos que hay debajo tienen ya sus años, y que muchos de ellos tienen un lenguaje distinto, signo de una etapa de mi vida distinta. Si ya los conocías o si este es tu primer paso por este espacio, te invito a que los descubras, en tanto llegan las nuevas historias...

martes, 20 de agosto de 2013

La denuncia

No fue mi culpa. Nada de esto fue mi culpa. Esa mujer que está ahí sentada me quiere hacer ver como una loca de remate. Sí, vos Claudia... ¡¿Cómo podes decir eso caradura?!...

Sí, disculpe oficial. Bueno, como decía. Ella fue la que se enfureció y me gritó sin escrúpulos hace unas horas. Subió, tocó el timbre a eso de las 5:45 de la tarde, me devolvió el teléfono destruido en una bolsa y me gritó una sarta de barbaridades que no quiero ni recordar; más vale que le propiné una cachetada que no se olvida más.

Si, si, el teléfono. No, ella no fue la que lo rompió. Bueno, la verdad no sé si lo habrá destruido más de lo que estaba. Esta mina está loca.

¡Callate, colorada infeliz! Si vos sos la razón por la cual estamos acá. Si yo tiré el infernal aparatito por la ventana fue por culpa tuya, y me encanta que haya caído en tu balcón y haya roto tu ventana. ¿Ah, no? Vos decís que no tenes nada que ver, ay no, disculpame, me confundí...

¡Andá! Desde que me mudé acá que me sonaba ese teléfono del demonio todos los días y siempre colgaban. 452 llamados en un año. ¿Encima tenes el descaro de decir que no sos vos?

No oficial, tengo pruebas. Sí, perdón. Los primeros cinco meses llamaban todos los días a las 05:37 horas exactamente, yo llegaba del trabajo a casa, me lavaba las manos, miraba la hora y sonaba el teléfono. No había falla. Siempre era igual. Claro que no sabía en ese entonces quién podía ser. Exactamente, pero ahora se.

Mirá desde que te crucé en el ascensor se que fuiste vos. Me miraste a sabiendas que estaba llegando tarde, ya eran las 05:35 y vos estabas entrando a tu casa. Sólo ese día me llamaste a las 05:39, para que tenga tiempo de entrar a casa. ¿¡Cómo no vas a ser vos?! ¡Es obvio!... Llegas todos los días a las 05:35, me llamas y seguís con tu día, mientras a mi me dejabas con la cabeza atontada y aturdida por ese teléfono de mierda, que además hace un sonido horriblemente estruendoso. Algunos fines de semana llegaste a llamarme dos veces. Nunca jamás respondiste a mis "hola", a mis quejas, ni amis incontables insultos. Siempre te quedaste escuchando y disfrutando ver como me volvía loca cada día.

Sí oficial. Yo fui la que le tiró el teléfono, yo fui la que le pegó en cuanto se animó a venir a quejarse. Pero ¿sabe qué? Ella se lo merece.

miércoles, 24 de julio de 2013

La Marcelina

Marcelina apoyó la botella de cerveza en el piso, volcando un poco en la alfombra. Se incorporó torpemente en la cama y observó las paredes del motel. Eran feas, sucias, desquebrajadas y verdes las paredes del lugar, las cuales ella observaba con detenimiento y gran dificultad. Se levantó y trató de concentrar sus ojos. Observó la diminuta habitación, típica de un motel barato al costado de una ruta, y encontró en el otro costado de la cama, junto con colillas de cigarrillos, botellas de cerveza y papeles, a un hombre calvo, gordo, probablemente casado y con mucha plata. Lo miró tratando de recordar que tanto habían hecho la noche anterior, no porque genuinamente le importara, sino más bien por curiosidad morbosa.  
Fue al baño y se miró al espejo, que le devolvía una imagen deprimente de una joven de unos 20 años, con los ojos rojos y labios paspados. Acomodó su cabello negro sin ganas, desempolvó su nariz, y quitó su delineador corrido con los blancos y temblorosos dedos de sus manos. Siguió observándose fijamente, con los músculos tensos y la respiración pesada. Repentinamente, su rostro se transformó, para terminar emanando un grito desde las profundidades de sus pulmones y golpeando el espejo con una fuerza suficiente como para que éste colapsara en sus manos. Luego de frenar la hemorragia, Marcelina abandonó la habitación, abandonando también al hombre que seguía tirado en la cama. 
Se sentó en la puerta del lugar y prendió un cigarrillo. Con cada pitada que daba, inhalaba recuerdos y exhalaba rendición, y el humo no era más que una dosis alta de cruda realidad. Cerraba los ojos y ya estaba nuevamente con quien le había prometido su libertad, su amor incondicional y un futuro fuera de ese pueblo del infierno. Abría los ojos y el viento arrastraba basura mientras ella lo observaba sentada en el piso de un motel, descubriendo una vez más, que los sueños son la peor mentira de la historia. 
Un auto negro estacionó cerca de dónde estaba ella y un hombre bajó de el. Marcelina lo reconoció. Era aquel hombre denso, que quería meterle las mismas mentiras que su amado le había metido en su momento. A Marcelina le causaba repulsión el asunto. Le molestaba que ese hombre no entendiera que para acostarse con esta mujer, no era necesario tanto bla bla. 
"¿Qué querés?" Le dijo Marcelina sin dirigirle la mirada.
"Quiero que vengas conmigo."
"¿Que? ¿Finalmente te decidiste a acostarte conmigo? ¿O querés empezar a hablarme de porqué mi vida es una mierda?" Inquirió ella mirándolo fijamente y llevándose el cigarrillo a la boca. Él no respondió. Ella soltó una risa y continuó mirando el cielo. Hubo una pausa.
"Marcelina, quiero que vengas conmigo."
"Vas a tener sexo conmigo. ¿Si, o no?"
"Si de esa forma puedo estar con vos, entonces sí."
Se subieron al auto. Marcelina llevaba un par de latas de cerveza, paquetes de cigarrios con bolsitas con cocaína en su cartera, y una petaca de tequila escondida en su corpiño. Comenzó a tomar y a aspirar desde el momento en el que subió al auto, esperando que el hombre se espantara de sus hábitos. Le sorprendió que no dijera nada y que no haya querido protegerla. Tal vez finalmente había entendido quien era ella. Al rato Marcelina calló en un sueño, consumida por las drogas y el alcohol. Despertó unas cuantas horas después, viendo que ya era de día. El auto estaba estacionado, y el hombre no estaba en el interior del auto. Descubrió que ella estaba usando un tapado de hombre como manta. Salió del auto y se colocó el tapado, hacía frío. Trató de descubrir dónde estaba, la ruta estaba a un costado, y había una estación de servicio a unos pasos de ahí. 
"Buen día" dijo la voz del hombre que la había traído hasta ahí.
"¿Dónde estoy?"
"Estamos de camino a la frontera. En unas horas más llegamos a la ciudad."
"¿¡Vos estás loco!?" Gritó Marcelina.
"¡Llevame a mi casa! ¿Quien te dio derecho a sacarme de mi pueblo?!"
"Vos misma lo decís siempre, estás atrapada ahí. Yo te dije que te iba a sacar de ese lugar. Juntos nos ibamos a ir."
"Y yo te dije que no me interesa. Esta es la que soy ahora, esto es lo que me merezco ser por creer en un hombre. me trajiste acá engañada, porque no podes aceptar que no quiero ser lo que toda mujer desea, ser amada. No me interesa el amor, en el amor solo existe el sexo, lo demás es mentira."
"Marcelina, te estoy dando la posibilidad de que seas quien quieras ser. Ahí en ese pueblo ya no podes elegir ser otra. Acá sos libre, y podes ser libre conmigo si querés serlo."
"No te metas más" dijo ella y se agarró la cara. "Llevame de vuelta."
El la observó con tristeza. 
"¿Sabes que? ¿Querés volver? Volvé. La ruta es esa. El día que quieras volver a escapar no vas a poder."Marcelina lo miró con asco. 
"Ojalá te pudras en el infierno" le dijo con una mirado tan fría que congelaba. Se dio media vuelta y se fue. 

miércoles, 19 de junio de 2013

Sonrisa desconocida

Es increíble lo que genera una sonrisa desconocida.
Desconocida porque no se conoce la causa, pero se sabe que es genuina.
Desconocida porque no se conoce a la persona que la trasmite.
Desconocida porque nunca se había visto, y probablemente nunca se vuelva a ver.
Desconocida porque nos alegra en el instante y no sabemos bien porqué.
Desconocida porque probablemente no volvamos a recordarla.

Pero podemos conocer lo que esta sonrisa nos genera cuando la descubrimos.
Vemos en ella nuestra felicidad de tiempos anteriores.
Vemos en las comisuras de esa sonrisa ajena, lo amplio de nuestras emociones.
Vemos un brillo en los ojos, semejante a un cielo estrellado.
Vemos una voz que habla desde adentro, y abre a su vez, nuestros interiores.
Vemos la pureza de lo hermoso, de ver a otra persona feliz.