Esa misma pasión por el instrumento fue lo que lo llevó a obligarme durante 10 largos años de mi niñez a practicar piano sin descanso, ignorando voluntariamente mi aberración por éste mismo, y haciendo la vista gorda a mi dificultad para coordinar ambas manos. Era tal su obsesión, y su deseo de que yo fuese el mejor concertista de piano, que todas las tardes me hacía sentarme frente al piano que había heredado de su tía, y me hacía practicar sin descanso hasta que me salga bien. Al llegar a los 15 años, luego de que mis padres se separaran, me negué a seguir con su locura. Yo no había nacido para ser concertista de piano, ni mucho menos, había repetido varias veces en el colegio primario y secundario por culpa de su insistencia, y las peleas por esto se volvían intensas con cada día que pasaba, hasta que con mi madre decidimos abandonar esa casa de locos para siempre. Desde aquél día, no volví a tocar una sola tecla, ni había vuelto a ver a mi padre. Pero pasaron los años, y con casi 40 años de edad, me sentía listo para perdonarlo por aquella insoportable pasión de él.
Un
domingo de septiembre, tres días después de la muerte de mamá, tomé un
colectivo hasta nuestra antigua casa. Sabía que no se había vendido nunca
porque mi padre era muy apegado a esa casa, se había criado ahí y nunca se
había mudado. Tenía la esperanza de que ese aspecto de su personalidad no haya
cambiado. Toqué el timbre. Nadie atendió. Intenté nuevamente, sin conseguir
respuestas. Recordé entonces que, sin ningún motivo en particular, había
conservado la llave, y que esa mañana había decidido guardarla en mi mochila.
Coloqué la llave en la cerradura, y entré. La casa parecía inhabitada. Una gruesa capa de
polvo cubría los muebles y el piso, las ventanas estaban marcadas por la lluvia
y el piso crujía con cada paso que yo daba. Sin embargo, las luces estaban
encendidas, y pronto pude ver a mi padre, sentado en el sillón de la sala de
estar.
Descubrí
que el azul de sus ojos se veía un tanto apagado, las arrugas de expresión se
encontraban levemente más marcadas, y lo blanco de su pelo, levemente menos
brillante. Al verme, su expresión era de sorpresa. Al parecer no tuvo problemas
en reconocerme, automáticamente se incorporó y me abrazó, con cierta debilidad.
Luego del abrazo, le mencioné que mi madre, su ex esposa, había muerto de un
infarto hacía ya tres días. Él contestó únicamente bajando la mirada en un
gesto de tristeza, cosa que me desorientó, traté de recordar el sonido de su
voz, pero eso estaba ya muy lejos en mi memoria.
Las
horas que siguieron fueron largas. Yo estaba contando a mi padre todo lo que
recordaba desde el momento que nos separamos, el me escuchaba atentamente, sin
emitir ningún sonido. Nunca fue un hombre de muchas palabras, pero su silencio
me intrigaba. Poco a poco me iba quedando sin cosas para contarle, hasta que en
un momento nos inundó el silencio. Antes que pudiera preguntarle nada, se
incorporó, y me invitó con un gesto a que haga lo mismo. Tomó mi mano y me
arrastró hasta un mueble que yo reconocía, a pesar de la capa de mugre que lo
invadía.
Era
mi viejo piano. Estaba intacto, exactamente como lo había dejado hacía casi 25
años. Miré a mi padre y comprendí en su mirada que quería que tocara, que lo
vuelva a intentar. Me senté en el asiento asignado al instrumento, y lentamente
acerqué mis temblorosas manos a las sucias teclas. Mis dedos comenzaron a fluir
con temor y a entonar una melodía que recordaba vagamente. Pronto me pregunté
por qué era que odiaba tanto ese instrumento. Continué tocando, sentía la
aprobación de mi padre, cosa que nunca había conseguido de chico. La melodía
comenzaba a tomar mayor dificultad y estaba comenzando a olvidarla, hasta que
inevitablemente fallé en un acorde. Sonó tan horrorosamente errado, que hasta
mis dientes chirriaron ante el error.
De
pronto, el sonido de un golpe retumbó en toda la casa, y mis dedos sintieron la
presión de la tapa del piano caer encima de ellos con una brutalidad
arbitraria, al mismo tiempo que la mirada de mi padre se tornaba violenta.
Recordé entonces que el castigo por errar las notas, no había sido únicamente
continuar tocando hasta conseguir la perfección, sino también que mi padre
acostumbraba a cerrar la tapa del piano en mis dedos, cada vez que fallaba, le fallaba.
Me
dispuse a enfrentarlo, y a insultarlo, a decirle que esa iba a ser la última
vez que iba a visitarlo, pero cuando levanté la vista para enfrentar su rostro,
él ya no estaba. Mi mano derecha estaba sobre la tapa, ejerciendo presión,
lastimando mi mano izquierda. Rápidamente, y un tanto confundido, me liberé y
me dispuse a encontrarlo. Recorrí todos los rincones de la casa, llenando mis
manos y mi cuerpo de polvo y suciedad. Pero fue en vano, la casa estaba vacía
nuevamente. Abandoné la casa y me dirigí a mi departamento. Dispuesto a tomar
una siesta, me recosté en el sillón. Mis ojos tropezaron con un pilón de cartas
pendientes por abrir y, acto seguido, comencé a revisarlo. Deseché sin leer
todas aquellas cartas que a simple vista parecían ser publicidades, revistas
del cable, o facturas ya pagas. Había un par de infracciones de tránsito que
revisaría luego, y una carta del cementerio de chacarita. Me sorprendió esa
carta, ya que ese día era domingo y mi madre había muerto 3 días antes. Sin
pensarlo dos veces, abrí el sobre, esperando que sea un mensaje de condolencias
y comencé a leer.
Estimada Familia Gutierrez: Se nos ha informado que hoy, 24 de Agosto de 1987, se conmemoran los primeros cinco años de la inhumación de Luis Alberto Gutierrez. Tememos informarle que el contrato con el cementerio indica que durante éstos…Y no pude continuar leyendo. Yo había cerrado la tapa de ese piano en mis manos esa misma tarde, porque mi papá había muerto hacía casi 25 años.
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