Un cóndor sobrevolando las altas montañas
de Esquel, un pueblo de la Patagonia Argentina, se posó sobre la cerca que
delimitaba un terreno. El terreno era muy amplio, con una pequeña casa humilde a un costado del mismo. Había ruidos dentro de la casa; un golpe de sartén
contra el piso, se removían cajones, y algún que otro portazo.
Pero dentro de la casa, también había gritos.
No gritos de miedo, ni gritos de dolor. Eran gritos violentos, gritos de odio y
de furia. Dichos gritos, apenas eludibles ante el abrumador silencio, estaban
cargados de veneno, probablemente merecido.
—… ¡Eso es lo que se gana, ¿me escuchaste?! ¡NADA! — Decían los gritos de un hombre cargado de emociones que no podía controlar. — ¿Qué?... ¡Contestáme carajo! ¿Te parece que a mí me gusta hacer esto? ¡¿Eh?!— Un golpe contra una pared, aparentemente con un puño o algo más grande. — ¡Contestáme mierda! ¿Te pensás que yo me merezco esto?... Claro que no, te conviene. — Y el silencio inundó la casa también.
—… ¡Eso es lo que se gana, ¿me escuchaste?! ¡NADA! — Decían los gritos de un hombre cargado de emociones que no podía controlar. — ¿Qué?... ¡Contestáme carajo! ¿Te parece que a mí me gusta hacer esto? ¡¿Eh?!— Un golpe contra una pared, aparentemente con un puño o algo más grande. — ¡Contestáme mierda! ¿Te pensás que yo me merezco esto?... Claro que no, te conviene. — Y el silencio inundó la casa también.
O
quizá no era silencio, pero esta vez, las montañas no fueron testigos de la voz
del hombre, ni de ningún ataque violento contra ningún objeto, como tampoco lo
fue el cóndor, que aún seguía posado sobre la cerca. Menos de una hora más
tarde, la puerta de la pequeña casa se abrió, y una mujer salió de ahí, como si
nunca nada hubiese pasado, como si su marido nunca hubiese gritado. La mujer, con
una cámara de fotos en mano, apuntó
hacia el cóndor, que al escuchar el disparo de la cámara, desplegó sus
alas y se alejó velozmente. La mujer apartó la cámara de su cara, dirigiendo
su mirada golpeada y llorosa hacia lo lejano.