El tren iba
lento, como sensible al paisaje. Una curva, otra curva, y otra curva. El camino
era tan sinuoso cómo es posible en las sierras. El galopar del tren no dejaba
que ella descansara, y como sucede muchas veces cuando se tiene mucho en que
pensar, se quedó mirando absorta al paisaje que le adelantaba como sería
su vida a partir de ese momento, sinuosa como la ruta. Apoyó
su cabeza en la ventana, observando cómo lentamente el sol se escondía
entre las verdes colinas y se acercaba al horizonte.
Al llegar el
tren a la estación en un pequeño pueblo, solo un par de personas se
levantaron de su asiento. Entre ellos estaba la joven, que se fue de la estación
sin más equipaje que una pequeña mochila y una campera que llevaba
puesta, ocultándose con su capucha. Vestía toda de negro, y caminaba por el
pueblo a paso apresurado, con las manos en los bolsillos y la mirada hacia
abajo, aunque cada tanto vigilaba sus espaldas. Así atravesó
el pueblo sin que nadie se percatara de su presencia. Se encontró
con una ruta y se alejó lo suficiente de la población
hasta poder encontrar un lugar para pasar la noche. Se instaló
bajo unos árboles al pie de una colina, a unos cuantos metros de la ruta,
donde no se la podía ver. Abrió una lata de
arvejas y se puso a comer, escondida en los árboles. Ella sabía muy bien que
pronto necesitaría un refugio, o más comida. Lo poco que tenía
ya no le alcanzaba y sabía que tarde o temprano iba a necesitar
que alguien la reciba en su casa, al menos unas semanas. No podía
seguir viviendo tan descubierta y desprotegida. Podría ir al pueblo
por comida y buscar un motel en alguna ciudad cercana. Pero no ahora, había
estado mucho tiempo viajando y ya estaba agotada, debía descansar
aunque sea una noche.
Pequeñas
gotas caían de las copas de los árboles, se sentía una leve
brisa y la lluvia sonaba en el fondo del paisaje. Ella que se despertaba sobre
el suelo húmedo y rocoso notó que la lluvia era bastante intensa. Sabía
que no podía seguir bajo los árboles si iniciaba una tormenta eléctrica
y necesitaría un refugio con cierta urgencia. Se levantó,
agarró su mochila y empezó a caminar hacia la ruta, dejando que el
agua la empape y le quite su calor corporal. No quería ir al
pueblo, no quería seguir en contacto con mucha gente. Temía
que así fuese más fácil encontrarla. Siguió
el curso de la ruta hacia el pueblo, tan mojada que sus ropas dejaban rastros
de agua por dónde ella caminaba, con tanto frío que se le hacía difícil
seguir caminando. Entonces un auto que pasaba por la ruta se detuvo unos metros
más
adelante, y un hombre joven se bajó. El primer instinto de la muchacha fue
correr, sin embargo no lo hizo.
-¿Necesita
ayuda?- gritó el muchacho del auto. Ella solo se quedó
observándolo unos instantes. –Entre, yo la llevo hasta el pueblo.-
Hacía
ya varios meses que la joven había dejado de interactuar con otra gente más
que para comprar comida y boletos de tren y avión. Pero ya no le quedaba mucho dinero ni
tampoco suficiente comida como para apañárselas sola por mucho tiempo más.
¿Estoy siendo completamente descuidada?
Pensaba mientras calentaba sus manos en la calefacción del auto.
-Gracias- dijo
con acento. El hombre que la llevaba era alto y algo delgado. Los ojos eran cafés
y su pelo enrulado era algo peculiar, parecía crecer en cualquier dirección.
-No hay de qué.
Así que… no deseo ser entrometido pero, ¿qué
hacía en el camino con esta lluvia?
-Buscaba un
lugar.- dijo, prestando mucha atención hacia el camino.
-Entiendo.
Vale, puedes alojarte en mi casa unos días si tú te sientes cómoda con eso.
Generalmente atiendo a muchos viajeros como tú que tienen intenciones de escapar de la
ciudad.- Ella lo miró con un gesto vacío, el la
observó un segundo y miró nuevamente hacia la ruta. –Tú
no eres de aquí ¿verdad?
-No.
-Lo supuse,
tienes un acento un tanto extraño. ¿Eres nórdica o algo así?- Ella asintió.
Al ver la poca interacción que tenía la muchacha, el joven se sintió
incómodo. – Genial, debe ser lindo por allí.
¿Y
su nombre?
-Anatola. Y es
polaco.
-Ah claro,
eres polaca… - Hubo una pausa. – Bueno Anatola, eres bienvenida en mi
humilde hogar. Estamos por llegar al pueblo, y puedo servirle con algo de ropa
seca. Por cierto, mi nombre es Benjamín.
El pueblo era
bastante más grande de lo que imaginaba Anatola, pero era muy pintoresco
y no tenía mucha gente visible. Mientras Benjamín conducía
por las calles, Anatola miraba por la ventana. Había muchas lindas
casas con un estilo neo-gótico y una catedral de dimensiones pequeñas
enfrente a una fuente de aguas danzantes. El joven se detuvo frente a una casa
que parecía ser muy pequeña en comparación a las que se
encontraban alrededor, pero conservaba el estilo pintoresco de todo el lugar.
-Este es mi
hogar.- dijo – Venga, entra.
- Te lo
agradezco, pero me sentiría más cómoda en un hotel. –
Dijo Anatola frotándose los brazos. Benjamín puso cara de duda.
- ¿En
Olías a Rey? Dudo que encuentres alguno. Los hay, pero en
temporada baja esto es un desierto. – Al ver que Anatola dudaba, dejó
de insistir. – No quiero obligarle a quedarse ni ser insistente, mi oferta
está abierta. – Entonces abrió la puerta del
auto y se bajó.
Anatola dejó
su pequeña y mojada mochila en una mesita que había
en la entrada. La casa estaba pobremente iluminada y olía a madera
vieja. Observó la decoración del lugar y lo categorizó
como "tipico de un joven soltero". Benjamín vio la
mochila sobre la mesada con cierto asombro. -¿No es un poco pequeña
para andar viajando?- preguntó. Ella continuó observando el
lugar. Al ver que ella no contestaba, nuevamente se sintió
ignorado y automáticamente cambió de tema. –Vale, iré a por algo de ropa seca. -dijo y se
metió en una de las habitaciones. Anatola se quedó
mirando a través de la ventana, pensando en todo aquello que la atormentaba y
la tenía huyendo. Un par de lágrimas se escaparon de sus ojos claros.
Se las quitó con rapidez. Llorar no era algo que pudiera permitirse.
-Espero no te
ofendas, sólo tengo ropa de hombre… - dijo Benjamín saliendo de
la habitación en la que estaba. Al percatarse de los ojos de la muchacha
frenó sorprendido. – Oh, lo siento… - dudó
unos instantes. Aparentemente no era muy bueno en situaciones de llanto
femenino. – ¿Necesitas algo?
-No, está
bien. Te lo agradezco. – dijo con una sonrisa.
- Bueno. Prepararé
una sopa caliente para cenar. – Concluyó y se dirigió a la cocina.
Anatola se metió en el baño con las ropas que le había
dejado Benjamín en el sofá. Se miró en el espejo. Hacía
mucho que su reflejo lo veía solo en ventanas y vidrieras en
diferentes calles de pueblos y ciudades. Ahora, el espejo le devolvía
un rostro cansado y unos cuantos años mayor a lo que ella recordaba. Su
pelo morocho se encontraba completamente arremolinado y húmedo.
Sus ojos claros habían oscurecido desde la última
vez que los vio de frente. Apartó su mirada del espejo y se concentró
en cambiarse la ropa. Se quitó su abrigo y su empapada remera. Al
hacerlo notó lo delgada que estaba, parecía desnutrida y sus brazos se veían
muy débiles. Sin pensarlo mucho se puso la remera naranja que le había
separado Benjamín. Era lógico que a él ya no le
entraba, pero aun así, a Anatola le quedaba bastante grande.
Decidió quitarse el calzado y cambiarse las medias. Ya lista, salió
del baño y fue al encuentro del joven que la había
recibido, con un rostro mucho más cálido y sereno. Decidió que Benjamín merecía
un poco de amabilidad de su parte.
Mas tarde se
encontraban cenando y manteniendo una conversación amena y fluída. Benjamín
tenía una sonrisa en el rostro ante el logro de poder charlar con
esta joven, sin sentirse ignorado. Anatola estaba teniendo algunos problemas
para pronunciar correctamente el idioma.
-¿Dónde
has aprendido a hablar español? Lo llevas muy bien. –
preguntó Benjamín luego de que ella le contara un poco
de su origen.
-Estaba un par
de meses en Latinoamérica, con una familia que me…
recibió.- Trató
de explicar ella. – Ahí aprendí un poco el idioma. Y este último
tiempo aquí en España también ayudó.
-Realmente
eres viajera
-Se podría
decir. Llevo unos años dando vueltas por el mundo.
-¿Años?
Vaya… pero eres muy joven. – dijo sorprendido.
-Si…
desde los diecisiete años. Ahora tengo veintiún.
-Sorprendente.
–
dijo Benjamín. - ¿Qué motivo te llevó a abandonar
Polonia tan joven? Es hermoso viajar pero me sorprende.
-No solo estoy
viajando.- Contestó Anatola. Su rostro ya no estaba tan
sonriente. Benjamín notó que había mencionado un tema sensible, lo que
incentivaba su curiosidad. Quería saber más de ella, pero sobretodo, quería
ayudarla. Parecía ser alguien que estaba con muchos problemas. Entonces la
joven comenzó su relato. –Cuándo tenía dieciséis años, mi familia necesitaba ayuda. Mi papa tenía muchas deudas y mama estaba esperando un nuevo niño. Trabajé para un hombre, su nombre era Dobromil.
Yo limpiaba su casa en las tardes mientras él trabajaba en un diario. A papa no le gustaban las ideas de su
diario y no quería que yo trabajara con él. Pero… el hombre me trataba muy bien, me
gustaba ir a su casa en las tardes, la mayoría del tiempo estaba sola, pero cuando lo
veía no me sentía una adolescente ni su empleada. Era
algo extraño. Hasta que un día
Dobromil llegó temprano y enojado. Me agarró y me obligó a acostarme
con él…- Hubo una pausa. Los ojos de Benjamín
se abrieron del asombro. Ella suspiró muy lentamente.- Y así
fueron todos los días… Llegaba, y me obligaba.
Un día
quedé embarazada y le conté a mama.
Ella me dijo que me cuidaría, pero el problema era mi padre. Era un
hombre muy conservador y no aceptaría que su única hija tenga una niña
con diecisiete años. El día que nació Nina me la quitó y no pude
verla a los ojos ni una sola vez. Nunca supe dónde se la llevó. –
Los ojos de Anatola estaban llenos de lágrimas. Su voz estaba quebrada y era aún
más
difícil comprenderla. Benjamín se sentía mal por ella pero no quería
interrumpirla.
-Papa quiso vengarse…-
dijo entre sollozos. –Luego de llevarse a Nina, trató
de publicar la historia de lo que él había hecho, pero no pudo. Dobromil se enteró.
Y por eso estoy huyendo. – Anatola rompió finalmente en
llanto. Benjamín la observaba sin poder comprender. Quiso contenerla pero no
sabía cómo. Jamás había estado frente a una joven que haya atravesado
tanto en su vida. Ella no notó el gestó de Benjamín y, ahogada en lágrimas, terminó
su historia. –Dobromil quiere entregar mi cuerpo muerto a mi papa.- Al oír esto, Benjamín
se levantó de su asiento, se arrodilló a su lado y puso su mano en su hombro.
-Vale. Venga,
deja de pensar ya en todo eso. Yo puedo echarte un hombro si así
lo quieres. Puedes sentirte tranquila aquí. – Trató de animarla Benjamín.
-Te agradezco
que me recibas aquí. – Dijo ella secándose las lágrimas.
–No
suelo confiar mucho en la gente.
-No me lo
agradezcas. Ahora, venga. ¿Quieres un café?
En ese momento
sonó el timbre de la casa. Benjamín se incorporó y se dirigió
hacia la puerta. La lluvia se escuchaba fuerte afuera, por lo que le sorprendió
que alguien estuviese ahí. Al abrir la puerta vio a un hombre
alto, rubio, con barba y todo mojado por la lluvia. Estaba parado muy erguido y
con gesto serio.
-Hola. Mi
nombre es Dobromil. Estoy buscando a una joven llamada Anatola.- dijo el hombre
rubio de la puerta y sonri
ó.